Jose San Martín, construcción mitica de Sarmiento

artículo escrito por Daniel Egaña

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Location: santiago, Chile

Estudié Arte en la Universidad de Chile, hoy en día me desenpeño como montajista y postproductor audiovisual. Comparto diversos intereses entre los cuales se cuentan la divulgación de GNU/linux, la investigación sobre medios de comunicación, fotografía, implementación uso y desarrollo de tecnologia orientada al manejo de imágenes, montañismo en los Andes, andar en bicicleta y otra política.

Wednesday, August 09, 2006

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trozos pelicula: EL SANTO Y LA ESPADA (1970) dirigida por Leopoldo Torre Nilson.

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José San Martín,
en la construcción mítica de Sarmiento

La revolución se ha asentado en el imaginario republicano como

La revolución se ha asentado en el imaginario republicano como un mito de origen difícil de eludir. Sin embargo, a los latinoamericanos nos cuesta apropiarnos de él en su forma canónica, ya que la independencia –en tanto proceso fundacional- es más bien reformista antes que revolucionaria. No obstante, ello no impide que recurramos al mito, y quizás hasta con más fuerza que en su versión europea, para pensar la independencia e imaginar la fauna social que protagonizó este proceso.

Este texto habla sobre la construcción de un mito –uno entre tantos- o, si queremos ser precisos, de los intentos por tramar una hebra del mito latinoamericano. Decimos que es un proceso en construcción porque el mito político no se constituye de una vez y para siempre, por el contrario, es una disputa más o menos constante por instaurar sobre el pasado –no necesariamente histórico- una cierta hegemonía. La hebra de la que hablaremos es José San Martín, aunque como tal, sólo sea excusa para problematizar uno de los tantos discursos que intentan hegemonizar el mito.

La compilación de artículos escritos por Domingo Faustino Sarmiento sobre la vida de San Martín, que van desde febrero de 1841 hasta 1880, grafican la trayectoria de cómo es construido, reelaborado y puesto en escena pública un mito político. Este proceso, que habla menos del referente que de quien lo elabora, nos permite dilucidar las categorías políticas con las que opera este despliegue público.

El siguiente trabajo reflexiona sobre las concepciones políticas de Sarmiento, a partir de sus escritos sobre San Martín, contraponiendo el análisis que hace de esta figura con las apreciaciones emitidas sobre Simón Bolívar. A partir de este cuadro, de esta oposición complementaria, se desprende una lectura del proceso independentista que intenta tramar, desde el origen, el mito fundacional.

1. Notas sobre el mito.
Un punto de apoyo necesario radica en reflexionar sobre el mito. ¿Qué es un mito, o, qué entendemos por él? Desde un cierto positivismo historiográfico el mito ha sido considerado como una versión falseada de hechos reales, una invención colectiva que ha decantado, cristalizándose, en el sentido común. Así la Historia, o más bien la historiografía, sería la encargada de revisar críticamente estos mitos, posicionando los hechos en su “real” dimensión histórica, es decir, desmitificándolos. Esta ilusión positivista es ciega en al menos dos puntos. El primero, es no ver que el mito
(colectivamente construido) en muchos casos ha sido elaborado desde la misma historiografía, lo que –en segundo lugar- la lleva a no percibir que su revisión crítica no es más que una nueva versión del mito que, lejos de destruirlo, lo aumenta.

La genealogía del mito en antropología, por su parte, destaca la existencia de éste por oposición a las invenciones socialmente sancionadas y aceptadas en occidente, como el cuento o la fábula. Para la etnología, el mito representa un relato verdadero, aunque éste sea inverosímil –por oposición a la historiografía positivista que buscaría verdades verosímiles, o la historiografía más progresista que busca sólo lo verosímil-. Esta aparente contradicción es la fuente de la dificultad que tiene la racionalidad occidental para aceptar el pensamiento mítico como un elemento constitutivo de las sociedades; y, es este sentido, que el pensamiento mítico deje de ser privativo de lo “primitivo”, de lo “salvaje”, de lo Otro.

Pero la contradicción no es tal, pues la historia que el mito consigna es sobre los orígenes. Así, nunca es un relato literal de lo que efectivamente sucedió, sino que se encuentra mediado inevitablemente por el misticismo de lo sobrenatural. La veracidad de los mitos se sustenta en el hecho que éstos siempre se refieren a la génesis de realidades “empíricas”, ya sean propiedades o instituciones humanas (como el origen de la muerte o la religión).Conocer el mito es conocer el origen que dio lugar a determinada realidad. Desde esta perspectiva, el mito opera como el “paradigma de todo acto humano significativo” (Eliade 1985:25), es decir, evoca un pasado de sentido que nos permite orientar la acción.

Se hace evidente, entonces, la relación que la etnología instaura entre el mito y el rito: donde para hacerse efectivo este último, debe conocerse cabalmente aquel:no se puede cumplir un ritual si no se conoce el , es decir, el mito cuenta cómo ha sido efectuado la primera vez” (Eliade 1985:23, cursivas en el original). El mito fundaría desde el origen una suerte de constelación que ordenaría, a lo largo del tiempo, a toda la sociedad; paralelamente, la eficacia de las acciones públicas estaría determinada por los grados de conocimiento que se tienen del mito fundacional1. En este sentido, el mito opera mediante una dislocación temporal que contrae en un mismo hecho distintas temporalidades: “un mito se refiere siempre a acontecimientos pasados [...] pero el valor intrínseco atribuido al mito proviene de que estos acontecimientos, que se suponen ocurridos en un momento del tiempo, forman también una estructura permanente. Ella se refiere simultáneamente al pasado, al presente y al futuro” (Lévi-Strauss 1970:189).

Una tercera entrada está dada por la filosofía política. Tradicionalmente, la mitología en política fue entendida como opuesta a la ilustración. Esto, en el marco de los análisis de movimientos sociales altamente mitificantes, como el nacionalsocialismo, que atacaban las bases de la democracia moderna. Entendido así, el mito estaba confinado a la esfera de la irracionalidad. Curiosamente fue la misma crítica al totalitarismo, la que llegó a cuestionar el poder emancipador de la Ilustración. La pretensión ilustrada de desmitificar mediante la razón quedó atrapada en una nueva mitología.

El programa del iluminismo consistía en liberar al mundo de la magia. Se proponía, mediante la ciencia, disolver los mitos y confutar la imaginación […] Pero los mitos que caen bajo los golpes del iluminismo eran ya productos del mismo iluminismo. En el cálculo científico del acontecer queda anulada la apreciación que el pensamiento había formulado en los mitos respecto al acontecer. El mito quería contar, nombrar, manifestar el origen: y por lo tanto también exponer, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada por el extendimiento y la recompilación de los mitos, que se convirtieron en seguida, de narraciones de cosas acontecidas, en doctrina. […]

La mitología misma ha puesto en marcha el proceso sin fin del iluminismo, en el que, con necesidad ineluctable, toda concepción teórica determinada cae bajo la acusación destructora de no ser más que una fe, hasta que también los conceptos de espíritu, verdad e incluso de iluminismo quedan relegados como magia animista. Así como los mitos cumplen ya una obra iluminista, del mismo modo el iluminismo se hunde a cada paso más profundamente en la mitología. Recibe la materia de los mitos para destruirlos y, como juez, incurre a su vez en el encantamiento mítico. Quiere huir al proceso fatal de la represalia, ejerciendo la represalia sobre el proceso mismo.”

(Adorno & Horkheimer 1XXX: 6-13)

El reconocimiento del mito, específicamente del político, como un elemento constitutivo de la humanidad derivó en que imperara un análisis positivo del mismo, invirtiendo simétricamente su posición frente a la ilustración. Desde los años sesenta comienza a dominar la noción de un mito opuesto a la razón tecnocrática ilustrada, donde se le entiende como receptáculo de la obra política, erigiéndose como fundamentación, producción y legitimación de la comunidad. Esta tradición, heredada del romanticismo, opera en la clave de que “la humanidad del hombre es directamente proporcional a su participación en el carácter universal de su propia esencia, a la tipología común de su propia especie” (Esposito 1996: 98). Y si bien el mito esencialista de la comunidad escabulle del conflicto –en tanto instancia constitutiva de lo político-, muestra que ésta “es políticamente gobernable sólo gracias a la potencia legitimadora del mito” (Esposito Ibid.)

La poderosa fuerza cohesionadora del mito político es la que a la larga asegura su inevitable reproducción. Pues es justamente producto de la desmitificación con que opera la Modernidad que debe recurrir continuamente al mito romántico de la obra comunitaria para que esta no se difumine. La modernidad ilustrada funda una nueva mitología centrada cada vez más en el porvenir, en el destino de la comunidad. Mito e historia –entendida bajo la sobredeterminación de una cierta filosofía de la historia- se entrecruzan vertiginosamente; así, el nuevo pensamiento mítico descubre “la posibilidad –y la necesidad conjunta-, por parte del sujeto productor, de cumplir operativamente aquello que el proceso histórico lleva ya dentro de sí en forma embrionaria. La ejecución subjetiva de un destino epocal” (Esposito 1996:104).

Si el mito político es la fuerza unificadora que le permite a la comunidad acceder a un origen común, posicionándolo como la plataforma desde la cual se legitima y se instaura esa misma unidad, la disputa por hegemonizar su contenido deja de ser un acto meramente historiográfico, conmemorativo, y se transforma en un hecho políticamente contingente. Si la modernidad ha reconocido la aporía de la desmitificación es porque lo que constituye al mito es justamente su continuidad. “Si hay algo que el mito no puede tolerar es su interrupción, dado que él no es más que la ausencia de interrupción. O simplemente: lo Ininterrumpido” (Esposito 1996:109). No obstante, periódicamente –en cada reactualización de esta continuidad ininterrumpible- se agrietan pequeños intersticios donde aspectos del contenido quedan abiertos a la mutación. En la modernidad cada desmitificación opera ritualmente sobre el mito, potenciando su fuerza cohesionadora, pero paralelamente deja espacio a que distintos discursos lo reelaboren con el fin de dominar el campo mítico-discursivo.

El mito de la revolución es la expresión de la conciencia contradictoria que la Ilustración mantiene respecto a la posibilidad de desmitificar; su aporía radica en creer posible la emancipación radical y no ver que ella significaría la disolución de cualquier comunidad posible, es decir su propia muerte. Sin embargo, ello no impide que la revolución como mito siga operando en la actualidad, reinterpretándose, remitificándose. El mito del fin del mito, no es más que un nuevo punto –ficcionado- de origen, es el mito de un nuevo origen, la idea de lo discontinuo en el seno de lo ininterumpible. Por consiguiente, la lectura de ese origen es siempre una lectura epocal, que reactualiza el mito de la ruptura para la comprensión contingente de la realidad histórica.

3. Sarmiento y el nuevo origen
En 1840, Domingo Faustino Sarmiento es exiliado por segunda vez a Chile. En su primera estadía en el país (1831-36) se había desempeñado –sin mucho éxito- como maestro y minero. Cuatro años más tarde, con el acervo literario acumulado en Buenos Aires, prueba suerte como periodista. El primer texto que publica en Chile, bajo el seudónimo de “un teniente de artillería en Chacabuco”, relata la batalla del 12 de febrero de 1817, lanzándolo a una larga carrera ensayística que lo hará famoso. Así, se puede afirmar que en la escritura de Sarmiento, San Martín ocupa un lugar originario.

Desde un comienzo Sarmiento va a leer la independencia como nuestra propia revolución. Enunciado bajo un yo-presencial, el relato de la batalla de Chacabuco remite insistentemente a asimilar el cruce de San Martín por los Andes con la travesía que Napoleón realizar en los Alpes antes de la batalla de Marengo. Es en la comparación napoleónica donde se van a esbozar los primeros rasgos de una idea de heroicidad signada por lo precario.

Un solo día de trabajos en aquél [el cruce de los Alpes], y en seguida la risueña Italia con sus alegres campiñas, sus ciudades y sus encantos. Un día de trabajos inauditos en esta, en medio de sus erizadas crestas, ¿y luego?... la cordillera siempre, con su soledad espantosa, sus torrentes, sus abismos, sus laderas y sus precipicios; ¿y diez días después…? la cordillera siempre, con sus nevados picos, cerrando el paso, coronada de nubes blanquecinas, amenazando por momentos sepultar para siempre entre sus desnudos e inhospitalarios peñascos a los audaces patriotas que osaban escalarlos.”

(Sarmiento 1964:37)


Pero la preocupación de Sarmiento en este texto inaugural no es, todavía, poner en escena lo heroico de la independencia, sino algo mucho más fundamental y que, en el año en que escribe, considera que está en peligro. Al finalizar el artículo, Sarmiento se pregunta por el presente, su presente, veinticuatro años después de los sucesos ocurridos. ¿Cómo se recuerdan las batallas de la independencia? El problema que trabaja en este articulo es justamente el olvido, el olvido del origen. La generación que siguió la independencia (a la cual Sarmiento pertenece pero critica desde su alter ego “teniente de artillería”) es para él una “generación ingrata”, complaciente, despreocupada, carente de patriotismo, que no valora la ruptura emancipadora y sólo cuestiona a sus figuras “como si el régimen colonial en el que fuimos creados, y la ignorancia y la abyección de nuestros padres, nos hubiera dejado sólo virtudes” (1964:40).

Sarmiento retorna y construye el origen político mediante una formula clásica. En el centro de él ubica la violencia de las guerras de independencia. Sin embargo, el problema que presenta este origen es que a ojos de sus contemporáneos la violencia ya no es legítima. El período mal llamado “anárquico”, que ocurre tras los distintos procesos de independencia a lo largo de Latinoamérica, ha colmado la tolerancia a la violencia. Los generales y caudillos que ahora se disputan el poder son repudiados en su puerilidad. Nada noble o heroico queda de la historia reciente, pues la sangre produce mácula que ensucia la nobleza y degrada el heroísmo. Pero para Sarmiento, la violencia revolucionaria es legítima en tanto violencia fundante y si bien no despliega del todo el argumento, éste al menos no es desmentido por la historia, “como si las grandes revoluciones pudieran completarse sin sangre, sin violencia, sin extorsiones y aún sin crímenes” (1964:40)

El texto de Sarmiento no sólo habla del origen político, sino que también se anuncia a sí mismo como el origen de una serie de escritos que el propio Sarmiento realizará en Chile sobre San Martín y la emancipación latinoamericana. El desdoblamiento está posibilitado por aquel teniente de artillería de Chacabuco que reclama a la historiografía la escasa atención que se les ha dado a los veteranos de la independencia.

¡Un día los que lidiamos juntos en Chacabuco y en otros lugares tan gloriosos como este; un día el extranjero, porque vosotros no sois capases, vendrá a recoger los inmortales documentos de nuestras gloriosas hazañas, y desechará con desprecio vuestro abultado catálogo de recriminaciones, sólo dignas de figurar en la historia, como un aviso de que eran hombres los que tales cosas y tan grandes hicieron!”

(Sarmiento 1964:41)


Doble origen de un texto inaugural. Por un lado, gesta el mito de independencia, que hasta la fecha (su fecha) no había sido “zanjado” en el imaginario oficializado. Pero por otro, y quizás más interesante, se reclama a sí mismo su labor historiográfica, posicionándose como el legítimo constructor del mito fundacional.

4. El héroe y su complemento
Sarmiento tiene un héroe desde niño, se llama José de San Marín y lo conoció a los seis años, cuando su padre, un capitán de milicias de San Juan, sirvió al ejército del General. De niño, nunca pudo verlo en persona, pero oyó apasionado los relatos que distintos militares realizaban en casa de su tío. Ya más grande, cerca de los treinta y cinco años, viaja a Europa donde concierta una cita con el anciano General. Lo conoce en su residencia de Grandbourg, donde pasará sus últimos días. Comparten algunas tardes recordando y recreando el pasado. Sarmiento, entusiasmado, escribe rápidamente desde Paris a su amigo el Dr. Aberastain comentando el episodio. No son más de dos páginas las que dedica al espectacular encuentro donde, ya sea por la prosa de Sarmiento o la oratoria de San Martín, éste se transfigura de un septuagenario anciano a un joven y vigoroso General. A San Martín no sólo le cambia la cara, la postura, los gestos, la velocidad de sus movimientos, sino que también transmuta el espacio que lo rodea: “entonces la reducida habitación en que estábamos se había dilatado, convirtiéndose en país, en nación; los españoles estaba allá, el cuartel general aquí, tal ciudad allá; tal hacienda, testigo de una escena, mostraba sus galpones, sus cacerías y alboreadas en derredor de nosotros” (Sarmiento 1964:64)

Ésta es la operación básica en los escritos de Sarmiento. El relato opera ritualmente, mediante la reactualización del mito, pero al mismo tiempo el mito es redefinido bajo la óptica de Sarmiento. Como es evidente, el mito que Sarmiento re-crea no es objetivo, independiente, autónomo de su autor, está ligado a él en su pluma, es sus circunstancias de producción. En este mito, la figura de San Martín es central, mal que mal es su propio héroe, y sobre él construye una visión particular de la historia y de la política latinoamericana.

El episodio del encuentro con San Martín, está marcado –en sus cortas dos páginas- por un personaje que constantemente saldrá al paso de la construcción mítica que realiza Sarmiento. Por más que intente centrarse en San Martín, pareciera que éste es incomprensible si no se alude a otro gran personaje, que le da sentido a la vida del General. Cada vez que Sarmiento reactualiza el mito de San Martín, el fantasma de Bolívar se hace presente en la escena, ofuscando las pretensiones de comprenderlo de forma autónoma. Pareciera que hay algo en Bolívar que determina la heroicidad del General argentino. Una suerte de relación suplementaria que, sin embargo, pareciera no operar en el sentido inverso. ¿En qué consiste esta relación? Creemos que en ella no sólo está el centro de mito sarmientano sobre la independencia, sino que además refleja el sentido último de su comprensión política sobre Latinoamérica.

El primer escrito donde Sarmiento reflexiona sobre la figura de San Martín, en tanto sujeto particular, se encuentra en la introducción del Facundo, de 1845. Ya desde este temprano texto, donde la figura del General no ocupa más de dos páginas, San Martín aparece por oposición a Bolívar. El libro, dedicado a relatar la vida de Facundo Quiroga, plantea que no es posible comprender a este caudillo sin “detenernos en los detalles de la vida interior del pueblo argentino” (1999: 48), en sus costumbres, su paisaje y su idiosincrasia. Lo mismo ocurriría en el caso del “inmortal Bolívar”, que –según Sarmiento- ha sido analizado desde su faceta militar como un general europeo, “un Napoleón menos colosal”, sin lograr una comprensión cabal de este personaje americano. Este tipo de descripciones serían más propias de San Martín “que no fue un caudillo popular; era realmente un General” (pág. 49).

General y caudillo, es la primera oposición con que Sarmiento designa a San Martín y Bolívar. En el centro de ella hay una imagen fotográfica (daguerrotípica, en estricto rigor), una alegoría a la diferencia radical que los separa: es la oposición entre el frac y el poncho, la que distingue a dos tipos de héroe. Pareciera que es un problema de pose, de construcción de imagen y, por lo tanto, de cristalización de imaginarios. ¿Con qué lenguaje acercarnos a estos monstruos, con qué palabras describirlos? Según Sarmiento, la pose del frac no es propia para algunos héroes como Bolívar, ésta imagen desfiguraría su verdadero carácter que se encuentra en el poncho, en el del caudillo llanero que atraviesa cientos de kilómetros americanos en pocos meses. El frac (o más bien las charreteras), por su parte, hay que dejárselo a San Martín, un general de escuela que forma ejércitos disciplinados y combate en batallas regulares.

Si –para Sarmiento- la oposición entre el frac y el poncho se inscribe en el lenguaje, sólo los hombres de frac pueden ser comprendidos por el europeo, por las categorías europeas, pues del poncho nada saben. Y volviendo a la incomprensión europea de Bolívar acota: “el verdadero Bolívar no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que cuando lo traduzcan a su idioma natal, aparezca mas sorprendente y mas grande aún” (pág. 50). Es así como se delinea una tercera traza de oposiciones, marcada esta vez por lo europeo y lo vernáculo. Allá el general, de frac, a la europea. Acá el caudillo, de poncho “nativo”. Lo ajeno y lo propio, o quizás, siendo más precisos con Sarmiento, lo propio Europeo y lo propio Americano. Es esta última relación la que nos invita a interrogar el tipo de heroicidad que presenta San Martín en los escritos Sarmiento y cómo se vincula con Bolívar.

5. Pizarro, Cortés y el dios azteca
Cuando San Martín inicia su viaje a Europa, no carga consigo mucho equipaje. El retirado general no era asiduo a acumular botines de guerra ni aceptar títulos y propiedades. Sin embargo, destaca entre sus pertenencias un trofeo apropiado en Lima, un recuerdo personal que podría sintetizar todas sus campañas en América. Así lo piensa Sarmiento, que insistentemente ve en ellos una relación metonímica con San Martín. Son los estandartes de los Pizarro, bajo los cuales el conquistador sometió al imperio de los incas a la corona Española; pero que, tiempo después, su hermano Gonzalo usó para rebelarse, desafiando al poder imperial, al querer hacer autónomo el incipiente y rico virreinato del Perú. Esta doble carga del estandarte de Pizarro es lo propio Europeo, una tradición adquirida, heredada, pero a la vez autónoma y que reafirma su diferencia.

El estandarte, “único trofeo de sus victorias”, es para Sarmiento el signo que marca la hazaña, la prueba que demuestra –en el exilio- su identidad. Simultáneamente, San Martín opera en clave mimética, sus actos son heroicos como lo fueron los de Pizarro, él es el nuevo conquistador del Perú, él ha fijado un nuevo origen. A ojos de Maria Graham, el propio San Martín consideraba el estandarte la cifra de su proeza. Cuando se encontraron en Valparaíso el General comento: “Su posesión -dijo- ha sido siempre considerada como el signo del poder y la autoridad; YO LO TENGO AHORA; y al decir esto se irguió cuan alto era y miró a su alrededor con un aire de soberano.” (en Busaniche 1995: 250). San Martín se enviste en el objeto para asumir su hazaña. La identidad de su proeza esta mediada por el estandarte que le confiere del poder y la autoridad.

La duplicación de la conquista sobre San Martín es un recurso que Sarmiento utiliza en más de una oportunidad. Cuando, en su biografía de 1857, describe el regreso de San Martín desde Inglaterra a bordo de la fragata George Canning, equipara la figura del libertador con otro conocido conquistador de América. Esta vez, el turno es de Hernán Cortés: “¡Todo era auspicioso y de buen augurio! Bajo el nombre del ministro que reconoció la independencia conquistada de las colonias españolas, una nave inglesa desembarcaba en nuestras playas al Hernán Cortés que había de rescatar este mundo de la España” (Sarmiento 1964: 150). La llegada de Hernán Cortes a América, ha sido probablemente uno de los desembarcos más cargados de simbolismo en la historia del continente. No sólo porque desmoronó en poco tiempo uno de los imperios más grandes y fastuosos que existiera hasta esa fecha, sino porque su llegada fue inscrita en la compleja teología azteca. Ésta fue interpretada como el esperado retorno de Quetzalcoatl, héroe “civilizador” asimilable al Prometeo griego.

Es altamente sugerente que la imagen que Sarmiento elabora y proyecta sobre el viaje de San Martín a América exija volver a Bolívar. Pues éste, en su conocida Carta de Jamaica, ya había empleado la metáfora del retorno de Quetzalcoatl para analizar la independencia. Sin embargo, a diferencia de la alegoría sarmientana, la posición que ocupa Bolívar en su proclama no es la de un Cortés transfigurado, sino la del mismo Quetzalcoatl. Bolívar se imagina como el dios del Anáhuac que vuelve a desencadenar la profecía, sólo que esta vez posee la forma de una revolución independentista:

¿Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?”

(Bolívar 1999:22)


Lo interesante del uso de la imagen de Quetzalcoatl es que, para la mitología mesoamericana, este puede ser entendido bajo la dualidad. En la cultura Tolteca, Quetzalcoatl y Tezcatlipoca son deidades gemelas y, simultáneamente, antagónicas. Es decir representan lo mismo, aún que simétricamente invertido. En cierto sentido, en el modelo de Sarmiento, ésta es la relación que existe entre Bolívar y San Martín, son opuestos complementarios: Quetzalcoatl y Tezcatlipoca, Quetzalcoatl y Hernán Cortés. Sin embargo, creemos que es la última relación la que prima en la construcción mitológica de Sarmiento. En ella, la heroicidad de Cortés sólo es posible por la existencia de Quetzalcoatl. Su hazaña está determinada por la suplantación de identidad. El conquistador necesita del dios exiliado para constituirse en héroe, sin él es incompleto; la heroicidad de Quetzalcoatl, en cambio, está dada por su propia existencia, por ser una divinidad hominizante. De forma paralela, lo netamente heroico en San Martín no está dado –como podría pensarse- por sus gestas militares, por el contrario su heroicidad reluce justamente en el momento en que se encuentra con Bolívar.

6. Guayaquil
El 24 de Julio de 1822, Bolívar y San Martín conciertan una reunión a puerta cerrada en la que deben decidir el curso que seguirá la independencia del continente. La mayor parte de la campaña bélica ha finalizado exitosamente; ahora, los temas políticos comienzan a cobrar sentido. Si bien la reunión es una inflexión fundamental en el curso de la independencia, no es nuestra intención especular sobre el contenido, ya tantas veces imaginado y discutido, que tuvo esa conversación. Lo que nos interesa, en cambio, es ver cómo el mito sarmientano reelabora este encuentro decisivo, “la parte más dramática de la revolución sudamericana”, estableciendo una cierta tipología entre sus notables protagonistas.

Si en la introducción al Facundo, Sarmiento había distinguido entre el poncho y el frac, en su discurso de recepción en el Instituto Histórico de Francia, profundizará esta brecha caracterizando a los generales en el contexto político que instituyó su liderazgo y las consecuencias que éste produjo.

La diferencia fundamental entre la Venezuela bolivariana y la Argentina de San Martín radica, según Sarmiento, en que en esta última, una vez expulsados los españoles, nunca se produce una reconquista, lo que permite formar tempranamente un aparataje afrancesadamente republicano formado por “Congresos, Directorios, Representantes del Pueblo, Generales que mandan ejércitos independientes, tribunos, demagogos, revueltas populares que derrotan el gobierno; todas las facetas que el poder toma en las revoluciones, menos la Dictadura, que nunca fue proclamada.” (1964:74). Por su parte, en Venezuela, tras una brutal reconquista que descabeza a los principales líderes y financistas de un movimiento emancipador, no existe una orgánica que dirija la independencia; para Sarmiento, Bolívar es un hombre solitario enfrentado a las masas populares que se baten mediante “los odios de raza, entre indios y mestizos”. De ahí a que, si en Argentina la vorágine independentista asume la ordenada forma de un ejército regular (el de los Andes) al mando de San Martín, en Venezuela –dirá Sarmiento- se da una Dictadura; entendida ésta en su sentido romano, es decir, como la atribución plenipotenciaria de poderes a un sólo hombre con el fin de restituir el orden perdido. Sobra decir que, si bien Sarmiento no distingue entre independencia y revolución, ninguno de los dos modelos de ejercicio del poder puede ser asimilado a la última, a menos que consideremos que su institucionalización es indistinguible de la revolución misma.

Son estos contextos políticos los que, de alguna manera, definen la producción de un cuerpo militar de frac o uno de poncho. Para aquel, San Martín reproduce lo aprendido en España, creando un ejército disciplinado.

Las prácticas, régimen y jerarquía de los ejércitos de Europa, autorizando como Washington el duelo a fin de devolver el sentimiento de la importancia personal entre sus oficiales. El ejército de Bolívar estaba montado sobre otro pie: Bolívar era más que General en jefe, el soberano absoluto, a cuya persona y voluntad se referían todas las cosas. Jefes de alto rango le prestaban servicios personales incompatibles en otros ejércitos con su grado militar.[…] El General Mosquera, hoy Presidente de Nueva Granada, decía, hablando sobre esto mismo, en Chile: ”.

(Sarmiento 1964:86)


De sobra es conocido lo que ocurre tras Guayaquil. Más allá de las hipótesis que acusan a ambos de plantar una pseudo monarquía u otro sistema de gobierno para América, lo cierto es que San Martín ofrece el mando militar a Bolívar, quien lo rechaza; por lo que aquel retorna a Lima donde abdica cediéndole la conclusión de la independencia sudamericana al caraqueño. La historia que sigue no es excesivamente gloriosa. Después de liberar gran parte de Sudamérica hispana, San Martín se radica en Francia hasta su muerte, mientras que Bolívar –tras algunas desventuras políticas- muere, con menos de 50 años, enfermo en una hacienda de Santa Marta.

Sin embargo, en la lectura que hace Sarmiento, Guayaquil representa algo más que el encuentro entre dos titanes. Es el comienzo del fin de la independencia, el momento en que la violencia de la guerra debería trasmutar en política, pero que, ateniéndose a su trama trágica, trunca su desenlace. La carta que San Martín escribe a Bolívar tras Guayaquil demuestra la imposibilidad del encuentro político. “No era a nosotros –dice San Martín reconociendo el fracaso- a quienes correspondía decidir sobre este importante asunto”. Será justamente esta carta la que, en opinión de Sarmiento, sancione por última vez a los héroes de la emancipación, después de del encuentro en Guayaquil no hay nada noble que la historia pueda salvar.


Aquella acta de abdicación voluntaria y premeditada [se refiere a la carta de San Martín], es la última manifestación de las virtudes antiguas que brillaron al principio de la Revolución de la Independencia de Sud Americana. Desde aquel día datan los trastornos, las revueltas y todas las inmoralidades que la han caracterizado después”

(Sarmiento 1964:94)


7. Los dos héroes
Los héroes son por lo general sujetos solitarios, y su heroicidad radica en ello. Hay ejércitos de buenos guerreros, de soldados desconocidos, pero nunca de héroes. Cuando uno reluce, su acompañante se opaca. No pueden convivir juntos, se estorban, se anulan, se degeneran. Sin embargo en el relato de Sarmiento hay dos héroes que, si bien en el momento decisivo se repelen como agua y vinagre, no logran disolverse por completo. Es más, son de cierta manera compatibles. ¿A qué debemos esto?

Roberto Esposito (1999) ha reflexionado sobre el origen de la política en dos autoras del siglo XX: Hannah Arendt y Simone Weil. En ellas ha encontrado, a partir de un origen común, dos formas opuestas de concebir la política, las que sin embargo, en su diferencia, logran cierta comunión. El origen al que ambas remiten es Grecia y, el texto canónico, la Iliada. Es a partir de la interpretación de éste que emergen, consecuentemente, dos visiones del héroe. Creemos que esta tipología, antagónica pero complementaria, nos permite dilucidar el problema que plante el relato de Sarmiento, marcando la fisura que separa a San Martín de Bolívar.

La Ilíada, como texto canónico del origen de la política, plantea la pregunta por la relación constitutiva que existe entre la guerra (pólemos) y la ciudad (pólis), entendida esta última como el espacio político por antonomasia. Para Arendt ambas instancias mantendrían un vínculo de contigüidad, como dos extremos de un mismo segmento originario, donde el pólemos dejaría una marca indeleble en el seno de la pólis. Pero simultáneamente –y de forma paradójica- violencia y poder, guerra y política, serían opuestos donde la expresión radical de uno significa la sustracción del otro. Es bajo esta contradicción que se comprende el modelo arendtiano por el cual la violencia, si bien está excluida de la política, es la que permite constituirla, protegerla y ampliar sus márgenes de operación. La violencia de la guerra es lo que está afuera, pero también lo que delimita la política, es su margen, su negativo, la traza que protege a la pólis en tanto espacio.

Así, los héroes, cuando levantan el campamento y regresan a la polis, los hacen como hombres libres, es decir, como seres políticos. Pero hay trazas anteriores que los vinculan a lo político. Ya la guerra, entendida como un espacio pre-político (o no-político), contiene en su seno la política misma. Cuando, antes de la batalla, los guerreros deliberan en círculo, lo hacen como iguales, del mismo modo que en la pólis, cerrándose a un exterior violento. Paralelamente, la discusión al interior de la polis asumió la forma del combate, en su sentido agonal. Según Arendt, la acción heroica pasó a ser el prototipo de la acción política en la antigüedad griega, donde el “mostrar el propio yo midiéndolo en pugna con otro” (Arendt en Esposito 1999:48) constituía su núcleo.

De lo anterior se desprende una característica esencial de la heroicidad en Arendt, a saber, aquella por la cual –tanto en la guerra como en la política- lo agónico es la instancia en la que aparece el ciudadano. Es este aparecer, mostrarse, iluminarse públicamente lo que constituye, por sobre la victoria o la derrota, la heroicidad de los combatientes. Es la luz, que inunda la batalla y muestra a sus mejores exponentes, opacando a las masas, la que signa al héroe en la escena épica. Este aparecer en público, que no es simular, sino puro presentarse, hacerse presente en la escena, asume bajo la política cierta teatralidad, más que en el sentido de una representación, en la idea de un espectador que observa. “Los , seres actuantes por antonomasia, recibían el nombre de ándres epiphaneîs, los especialmente visibles” (Arendt en Esposito 1999:51).

La entrada de Simon Weil a la heroicidad también tiene en su centro la relación que existe entre la guerra y la política. Aunque manejando el mismo horizonte canónico –la Ilíada-, la autora configura un héroe completamente distinto pero que, en determinadas circunstancias, puede ser leído como complementario. Para Weil los griegos tenían horror a la fuerza pero la aceptaban en tanto reconocían que ella era constitutiva de toda naturaleza. Así, más que negarla o suprimirla, entendían que ella debía ser contrapuesta con otro tipo de fuerza, una suerte de no-fuerza, su negativo, no aquello que la anula sino lo que la limita de forma invertida. Esta no-fuerza, era para los griegos de Weil, el amor: “La fuerza se cree infinita, mientras que sólo es lo que es en sí sin límites y recibe el límite desde afuera. Lo que limita a la fuerza no está sometido a la fuerza y ni siquiera está dotado de ella. Y eso es lo mismo que el amor. Hay un infinito en la fuerza, pero este infinito es finito respecto a otro infinito” (Weil en Esposito 1999:111).

Para Weil estas dos fuerzas libran un combate, aquel donde el amor lucha para imponerse a la guerra, y en este sentido también es una guerra, pero una guerra contra la guerra. En cierto sentido, si el pólemos está signado por la guerra bélica, la política es la guerra a aquella, es su contención y su límite. Esta tensión se ubica en el seno del héroe weiliano y es la que lo distancia del evocado por Arendt. El Héroe de Weil es aquel que lucha y guerrea para vencer a la guerra, es decir el que lucha por el amor, el que lucha en el amor.

El [héroe] no juega valientemente a la guerra, pero tampoco la evita. No la engaña con pretextos de causas justas o con falsas imágenes de paz, ni se forja ilusiones sobre su derecho o su fin. Sabe que la tierra es de cualquier modo el reino de la fuerza; pero que en la fuerza se puede estar de modos distintos. [… El héroe puede] contener el ejercicio de su propia fuerza, renunciar a una parte de la misma, incluso estando en posición ventajosa […] Pero puede hacer aun más. Puede conservar el amor por la vida del otro […] O, mejor todavía, interpretar de modo distinto una necesidad a la que no es posible sustraerse. Plegarse a ella sin renunciar nunca a su responsabilidad particular.”

(Esposito 1999:114-5)

El drama del héroe weiliano reside entonces en la decisión, en la decisión por la necesidad aunque ésta vaya en contra de lo que él quiere. El héroe es aquel que se entrega, se deshace, se recoge, desaparece, por el otro, en el otro. El héroe traslada la batalla a su interior, en una lucha entre el querer y lo necesario, donde su triunfo es su agonía. Su heroicidad está marcada por la sustracción.

8. Sarmiento y la tensión
De alguna manera el contrapunto entre el héroe de Arendt y el de Weil permite pensar la caracterización y coexistencia de Bolívar y San Martín. En el mito sarmientano la heroicidad de Bolívar esta dada por su presencia pública, es el hombre iluminado entre las masas informes; la revolución bolivariana –si es que podemos denominarla así- es él encarnando un proceso de emancipación permanente. Bolívar asume la función metonímica de toda América colonizada, es Bolívar contra España; es el “Dictador” porque sólo él puede restaurar el orden perdido. Para Sarmiento Bolívar no deja espacio a otros, como un agujero negro, absorbe toda la luz de la acción, toda la luz de lo heroico.

El problema que presenta Bolívar como héroe –imagen que Sarmiento jamás negaría- es que no deja mucho espacio a San Marín. Sin embargo, lo problemático no sería tal si San Martín no fuese el héroe de Sarmiento. Es así que debe recurrir al otro modelo, a otra lectura, para que lo heroico en San Martín reluzca sin perjuicio a que la luz sea engullida por Bolívar. La clave está nuevamente en Guayaquil que, mal que mal, representa el nuevo origen –en el mito sarmientano- de la política latinoamericana. Cuando San Martín cede el fin de la independencia a Bolívar no esta más que decidiendo por la necesidad, desapareciendo por el otro, recogiéndose de lo público, por sobre sus intereses, para un fin mayor. “Desde ese momento supremo [la abdicación] San Martín recupera toda la altura de un héroe, sin que un sólo acto posterior de su vida la desluzca” (Sarmiento 1964:133)

Y en este sentido, lo que hace a San Martín verdaderamente heroico no es ni Chacabuco ni Maipú, ni siquiera la rendición de Lima, no es su disciplina ni ser un gran general, sino dejar de aparecer para que otro (Bolívar) aparezca.

En San Martín era la renuncia en la flor de la edad de toda su existencia venidera, de la mitad de una obra feliz y gloriosamente comenzada. Poseedor del terreno en que debía decidirse la guerra de la Independencia, todo lo que el corazón humano tiene de noblemente egoísta, hasta ceder a otro una gloria imperecedera, había sido acallado, dominado, para separarse de los negocios públicos, dejar un ejército que se ha formado desde el recluta, al que se ha enseñado a triunfar y que se ha mandado durante diez años, y entregarlo a un rival, mientras que la víctima de tan duro sacrificio va a obscurecerse en medio de un mundo que no lo conoce, y a correr todos los azares de una posición mediocre en el suelo extraño”

(Sarmiento 1964:94)


Es evidente que –en la lectura de Sarmiento- la heroicidad de San Martín es, en última instancia, más noble que la de Bolívar, al interponer entre él y sus metas las necesidades del continente. Es sabido también que Sarmiento prefiere la tradición del frac antes que el poncho, la matriz euro céntrica, civilizada, con la cual construye y se apropia de cierta una genealogía. San Martín se encuentra, en cierta escala valórica del mito sarmientano, por arriba de Bolívar. Él es “más previsor, menos confiado en sí mismo, o mejor aconsejado por los acontecimientos, [que] el rival [al] que le cedió su puesto en Perú” (1964:98). Es –si está permitido decirlo- mejor héroe, quizás no más heroico, pero sí de mejor calidad. Ya no hay nada que lo corrompa, nada que lo “desluzca”.

Sin embargo, el conflicto de Sarmiento radica en comprender que esa matriz euro céntrica en América no puede ser completamente autónoma. Hay algo que subordina inevitablemente a San Martín frente a Bolívar, y esto se debe a que la heroicidad de aquel depende de la existencia de éste. Al igual que Cortés sólo pudo conquistar el imperio azteca mediante su vínculo mimético con Quetzalcoatl, San Martín sólo puede ser héroe en tanto abdica de su poder frente a Bolívar, su heroicidad es suplementaria de la de éste, le está en deuda. Así, el código por el cual San Martín era más que Bolívar demuestra su ficción, una ficción que intentaba generar cierta autonomía entre el héroe y su contexto social (el conciente Americano). Si el poncho es lo propio americano, sólo los héroes de poncho pueden llevar a cabo una independencia exitosa. Esto se hace evidente cuando, al finalizar su discurso de recepción en el Instituto Histórico de Francia, Sarmiento revisa el panorama contemporáneo (1847) de los países independientes. Usando de referencia Caracas y Buenos Aires concluye


El primero después de haber personificado en Bolívar durante la guerra de Independencia, asume su carácter republicano democrático cuando llega el momento de constituirse. Bolívar queda anonadado a su vez en presencia de la parte inteligente de la sociedad que reclama su parte de acción en los destinos públicos; mientras que Buenos Aires, no cediendo en la primera época a nadie la dirección de la guerra, cuando hubo que organizarse definitivamente el Estado, se vio forzado a abdicar la soberanía en presencia de las resistencias retrogradadas que hallaron un representante en quien personificarse. Así la dictadura aparece en la última página de la historia de Buenos Aires, y lo que en Caracas fue un medio útil, vino en la otra a ser un triste fin.

(Sarmiento 1964:100)

Es indudable que estas líneas remiten antes a un ataque a Rosas que a las conclusiones de un análisis histórico, y sin embargo son completamente consistentes con la construcción mítica que Sarmiento hace de la independencia. Y es por eso que en ellas el mito de la revolución aparece con más fuerza que nunca, pues él, a diferencia de los mitos arcanos, es un mito moderno, constantemente abierto a ser desmitificado, adaptado y re-mitificado.


1 En estricto rigor no es conocimiento sino más bien un problema de mimesis entre la acción y el mito, lo que permite pensarlo también como el producto de un acto inconciente.



articulo escrito por: Daniel Egaña Rojas